John William Cooke, otra lectura de sus cartas

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  • Complicidad ideológica-ICP
Una reconstrucción de su pensamiento e ideas a través del intercambio epistolar con Perón, a  53 años de su fallecimiento.

Publicado en "Complicidad ideológica. Un itinerario por el pensamiento nacional y popular" (ICP.2014)

Por Ernesto Goldar*

Para una reconstrucción del pensamiento y la vida política de John William Cooke reconocemos que están en mejores condiciones de hacerla los que convivieron con la precisión nerviosa de sus propuestas y con la compleja realidad que junto con él cambiaban creando. Dejamos los detalles reveladores y preferimos las grandes y rigurosas líneas de su pensamiento original y coherente. Abordaremos las ideas que se reiteran en sus escritos, ejes que con seguridad estructuran más subtemas, pero que en conjunto guardan relación con los temas clásicos a los que Cooke volvía empecinadamente. Estos problemas, nada definitivos en verdad, pueden ayudar a la sistematización de un pensamiento rico de experiencia, crudamente incitativo y, para muchos, aún vigente.
Abordaremos para esto la correspondencia Perón-Cooke, leída como no correspondencia, como una relación Perón versus Cooke. Todas sus ideas sobre la intransigencia, la insurrección, el partido, su crítica a lo que denomina la razón burocrática y su concepción sobre el peronismo, en tanto fenómeno entendido y realizado como una lógica de negatividades. Esta
aproximación implica un rastreo orientado a demostrar el curso impaciente de la expresión teórico-práctica más lúcida del peronismo revolucionario.


Su paso por la historia reciente

John William Cooke nació en La Plata, en 1920, y la proximidad con correligionarios de Hipólito Yrigoyen le dieron el tono nacional y nostálgico a sus primeros discursos antiimperialistas en la Cámara de Diputados. Estuvo de buen lado en el parlamento en 1946, donde ocupó un escaño peronista que le permitió realizar intervenciones medulares, que oscilaban entre fundamentaciones jurídicas y recurrencias a los ciclos paradigmáticos de la historia argentina. Abogado nacionalista en la década del 40 y profesor de Economía Política en la Facultad de Derecho, en 1947 votó en contra del Acta de Chapultepec y de la Carta de San Francisco, rebelándose contra la obsecuencia de los verticales de su bloque, que acordaron serviles con el imperialismo y firmaron ambos
documentos. En las elecciones de 1952 no integró las listas. Para ese tiempo la crisis de la prosperidad económica hizo que se enrarecieran las soluciones sencillas y la dirección del movimiento iniciado en 1945 se encontró con las urgencias históricas que sentía el país, debiendo optar entre seguir de una vez por todas hacia delante o detener la marcha para conciliar y finalmente terminar claudicando. Cooke visualizó la debilidad ideológica de ese gigante fósil que era el peronismo sin dirección
revolucionaria.
Desde 1954 dirigió el semanario De Frente, donde criticó a los ineptos que bloqueaban las movilizaciones organizadas e insistió en la necesidad de realizar cambios políticos y de estructura indispensables. Pero Eva Perón había muerto, el costo de vida aumentaba, se exigía oficialmente mayor productividad y los sindicatos seguían controlados por sumisos negociadores en un mercado interno decreciente. El imperialismo, totalmente recuperado, había recobrado a su aliado natural, esa burguesía nativa tan elogiada por los panegiristas de la unión de clases, socios reverentes de la oligarquía y del gorilaje apátrida. Los burgueses progresistas, la Iglesia Católica y la cómplice omisión de los burócratas corruptos del peronismo declinante descargaron el golpe fácil de
septiembre de 1955. Allí, en la triste noche de la desbandada, apareció John W. Cooke “haciendo pata ancha”.
Había demostrado a Perón hasta el cansancio que se podía resistir, pero el General eligió el exilio y donó a Cooke, que había sufrido prisión y vejaciones junto con miles de trabajadores, los anónimos oropeles de la acción clandestina, esos galardones que ahora quemaban en las manos de los defenestrados personajes que no querían ese submundo de caños, torturas, insomnio y ráfagas de ametralladora del cual ni siquiera convenía enterarse. Cooke peleaba, organizaba, hacía la historia silenciada. Desde Chile, planificó acciones y atentados desde la cárcel, extendió la red de los resistentes armados y criticó, polemizó con los inservibles, escribiendo con tinta simpática desde el encierro y pasando directivas y memorandos en clave.
Cooke era el duro, el clandestino, firme en los principios, optimista y flexible, no dogmático en las alternativas infinitas de la acción. De esa Resistencia sólo queda la palabra que escribimos con mayúscula, pues todo lo han borrado –menos un puñado de compañeros mutilados, otros tantos muertos y los nervios quebrados de los sobrevivientes– el horror y las requisas de esos primeros comandos. 1956 y 1957 trajeron noches de cólera, consignas y sigilo, pero también traición. Frente a los duros, además de las picanas de los servicios de inteligencia, estaban los blandos y habían comenzado a conspirar contra Cooke, que parecía no detenerse nunca. Sus acciones perjudicaban los enjuagues de los que siempre han pactado con los mandones de la Casa Rosada, que comenzaron a escarbar en los errores y le chismosearon a Perón cositas imperdonables de Cooke y de Alicia, su mujer.
Después del pacto con Frondizi, cuando la integración –entre comillas– con el gobierno abrió las miserables expectativas de los blandos, cuando estalló una de las huelgas generales más violentas que registra la historia obrera argentina, la del 17 al 21 de enero de 1959 en repudio a la vergonzante entrega frigerista, los honorables correveidiles de la causa popular –entre comillas– se adicionaron al coro de los detentadores del orden y denunciaron a Cooke a la policía por supuesta asociación con fuerzas diabólicas del comunismo internacional.
Perón lo separó inmediatamente de la dirección de la lucha y lo reemplazó por Alberto Campos, un dirigente metalúrgico digno de la confianza de todos los temerosos. Cooke estaba despromovido, pero no se sorprendió, ya había advertido a Perón que entre la línea insurreccional y los blandos no había unión posible, eran dos tendencias con objetivos diferentes. Se permitió, incluso, arrimar esta aguda cita de Mao: “Estamos contra el dualismo en las direcciones estratégicas y por el golpe dado en una sola dirección”. Cooke había cometido el pecado de dirigir la insurrección armada, de volarle los puestos policiales a Aramburu,
de pararle el país a Frondizi con las 62, de no dejarse comprar por los dólares petroleros.
En 1960 llegó a Cuba. Allí participó en las acciones militares cuando se produjo la invasión norteamericana y descubrió la guerrilla como método, la misma política irrecuperable de la lucha armada que había ejercido durante los años de la resistencia. Se encontró con Ernesto Che Guevara, o mejor dicho se reencontró consigo mismo, con la acción creadora que había percibido y realizado como modelo cierto. Cuba lo ratificó y le prodigó seguridad en su pensamiento, dándole un marxismo liberado de los anaqueles, vivo, que se insertaba naturalmente en el peronismo que lo recibía ávido, consciente de su potencialidad transformadora,
como continuación y no ruptura de la naturaleza revolucionaria de la clase obrera.
La muerte se lo llevó en 1968. Para entonces, había creado dentro del peronismo una tendencia anti burocrática, socialista, profundamente nacional y hermana de todos los expoliados del mundo. Había puesto al peronismo al día de acuerdo con la realidad a modificar y la tendencia revolucionaria crecía apoyada en su pensamiento y en las formas de lucha de su vida con un efecto multiplicador irreversible.


La correspondencia Perón versus Cooke


La correspondencia Cooke–Perón se inició el 12 de agosto de 1956 y finalizó casi diez años después, el 21 de febrero de 1966. Presentada en dos y en cuatro tomos, según la edición, la compilación es ya de por sí significativa: la primera parte es Perón–Cooke, o viceversa; la segunda, en cambio, es Cooke casi sin receptor, monologando dramáticamente.
Dentro de ese epistolario militante caben todas las audacias del pensamiento político. Es, fundamentalmente al principio, un diálogo entre dos personalidades conscientes de hacer época, inteligentes, desmedidos hasta la mesura y con la suficiente franqueza de quienes saben hacer política.
En sus informes, planes y polémicas Cooke no baja de las cuarenta páginas; Perón tampoco, pero recatado en el esfuerzo personal. Hablan, planifican, controlan, critican, ponen en ejecución, se respetan. Cooke siempre lo admirará como líder y Perón, tan proclive a las paternalidades, no se atreve a ponerse en consejero, aunque en el instante de mayor aspereza, cuando el coloquio se rompe, lo llamará “querido Bebe”. Existe la racionalidad afectuosa de quienes en los primeros tiempos hacen iguales cosas y la demostración cordial, nunca diplomática, de los varios años posteriores en los que estarán ideológicamente distanciados.
La correspondencia comienza como un ancho sendero que después se bifurca en paralelas equidistantes, fijas, irreconciliables; pero aun desde este sitio nada es confuso. Dicen todo lo que quieren decir, o lo omiten, para estar –podría decirse con alivio– en absoluto desacuerdo. Por esas cartas transcurren todos los temas del tembladeral político:
problemas de estrategia y táctica, sociología de la revolución, electoralismo, golpismo, metodología, filosofía y teoría de la organización del partido, democracia, insurrección y socialismo. Para dirigir esta misión
Perón ha designado a Cooke: “Por la presente autorizo al compañero John William Cooke, actualmente preso en Chile por cumplir con su deber de peronista, para que asuma mi representación. En él reconozco al único jefe que tiene mi mandato para presidir a la totalidad de las fuerzas peronistas organizadas en el país y en el extranjero, y sus decisiones tienen el mismo valor que las mías” (Caracas, 2 de noviembre de 1956).
Se escriben desde el exilio y desde la cárcel, de prisa, a la disparada, confiesa Cooke, que siempre será directo, abrumador, inteligente, muy escritor, ansioso por informar, minucioso para que no quede nada en la máquina de escribir que tabletea toda la noche, junto con la jarra de café y un cigarrillo detenido en la boca. El Perón del primer tomo es un eterno optimista, calmo, entusiasta; un realista que saca conclusiones generales, universaliza la situación y traza la estrategia. Parece estar
muy seguro y completamente de acuerdo (“yo pienso como Usted”) o con una modalidad de actuar arreglada a los hechos, sin asombrarse y sin cerrar ninguna posibilidad.
En la Argentina se estaba organizando la insurrección popular. Perón repite los esquemas plasmados en Conducción Política, acción y unidad de concepción, porque para él la estrategia es un común denominador. Habla del honor de los generales, esos mismos que lo habían echado, y es evidente que ha dado varias directivas distintas, a Cooke y a cuántos otros. En las elecciones proscriptivas para constituyentes de 1957 no se sabe si propicia el voto en blanco, la abstención o si le cierra del todo la puerta al frondicismo.
Perón habla de armas, de sabotaje y de “quilombificar” el país, pero después se descuelga con la idea de una huelga general obrera donde sería “menester hacer parar a todos los patrones” (Caracas, 17 de mayo de 1957). En busca de apoyo geopolítico y de inversiones norteamericanas, niega por completo lo que está escribiendo por esos días en Los vendepatria.
 “Creo que si no conseguimos apoyo por lo menos conseguiremos que no apoyen a la dictadura” (Caracas, 5 de julio de 1957),
para calificar a los EE.UU. “como gobierno amigo” (Caracas, 11 de julio de 1957).
Perón no es severo con los neoperonistas ni con los oportunistas que usan su nombre, utiliza a todos. Deja que el tiempo corra a su favor, es un evolucionista (“la dictadura se está auto destruyendo”, describe); anda sin apuro, es ambiguo (él ya ha dictado cátedra sobre determinismo histórico en La comunidad organizada) y parece empecinarse en una indefinición constante. En esos días evidencia sus rasgos mejores, pero se mantiene afecto a las generalizaciones contradictorias, a la idealización de la armonía, a la idea de la conducción como un conjunto tan indiferenciado como imposible de conducir. En este rasgo observaría Frantz Fanon el marasmo típico del nacionalismo burgués.
El “expectativismo” no es un defecto, es una concepción de la organización y una idea imposible de la insurrección, una visión del mundo, y aquí choca con Cooke, choca frontalmente desde las primeras cartas. Cooke siempre domina, conoce el terreno, es concreto, particulariza; reclama precisión táctica, une estrategia y táctica en la política insurreccional; observa el detalle y el conjunto, señala la necesidad de la ofensiva;
no cree en la buena fe de los equivocados y denuncia el desviacionismo de los traidores; contrasta, pega, es optimista, pero indica carencias (“No tenemos organización”, señala); busca homogeneidad, diferencia; no cree en el determinismo histórico, dice que hay que crear las condiciones, montar una organización revolucionaria centralizada y única.
Perón lo decepciona. “Si diez grupos políticos trabajan me entiendo con los diez”, le contesta. Entonces empieza a cambiar el tono de las epístolas y Cooke se pregunta: ¿Perón quiere la insurrección o no la quiere? Y el General contesta penosamente: “No sabe adónde va ni lo que se debe hacer”. La carta del 17 de mayo de 1957, fechada en Caracas, es patética, ni que sí ni que no, antes al contrario; Cooke está avanzando serio y lo cerca. Desde ese momento Cooke informa y Perón responde muy atinado, sólo agrega algunas generalidades. La correspondencia se hace tensa y los protagonistas prevén el desenlace. Cooke lo dirá en una
de las piezas más talentosas de la acción revolucionaria en la Argentina: la carta del 28 de agosto de 1957, un extenso y completísimo informe general y plan de acción. Si Perón lo aprueba es posible tomar el poder, si continúa con el manoseo de las indefiniciones, las ambigüedades y la armonía con los mediocres, la oportunidad se retardará indefinidamente.
Cooke ha planificado, ha vivido la etapa insurreccional y está en condiciones de observar primero la situación del movimiento, luego su reajuste y su reorganización, para terminar con el momento de la insurrección, que deberá preparar una continua unidad de sabotaje sin descuidar tareas de infiltración en las filas de militares del gobierno de ocupación. Por toda respuesta, Perón le asegura: “Se parece a Napoleón” (Caracas, 1º de septiembre de 1957). Nueve meses después, el 18 de junio de 1958, le envía desde ciudad Trujillo una carta crítica en la que lo despromueve: “Según la cartas que recibo hay un poco de mar de
fondo contra Usted y Alicia, y no alcanzo a comprender por qué sucede, pero debo tener la franqueza de decírselo evitando toda reserva mental inaceptable entre nosotros; creo que ustedes deben abandonar toda acción directa de ejecución y reducirse a la conducción estratégica, si no quieren verse envueltos dentro de poco en un galimatías irresoluble”.
La correspondencia se desinfla. Transcurren meses, a veces años, entre una carta y otra. Cooke insistirá obsesivamente por mantenerlo informado, por arrancarlo de España, criticando a los delegados que él ha puesto a la cabeza del movimiento, analizando el fracaso del operativo retorno de 1962. Perón no contesta; pasan meses y el general no contesta.
“Usted eligió las direcciones que actúan en la Argentina. Si eligió ciegos, sus razones habrá tenido que no puedo adivinar, pero por favor déles un bastón blanco a cada uno para que no los lleve por delante el tráfico de la historia, porque seremos todos los que quedaremos con los huesos rotos”. Cooke ha pedido cosas imposibles a la ideología de Perón: “Defina al movimiento como lo que es, como lo único que puede ser, un movimiento de liberación nacional de extrema izquierda cuando se propone sustituir el régimen capitalista por otras formas sociales de acuerdo a las características propias de nuestro país”, escribe el 3 de marzo de 1962.
Por su intermedio, Fidel Castro invita a Perón a visitar Cuba: “Fidel lo invita a que se vaya a vivir a Cuba, donde Ud. será atendido como corresponde a la jerarquía de líder del pueblo argentino”. Es inútil, Perón no contesta. Cooke finalmente se cansa. Ha escrito durante diez años y se confiesa derrotado por la tozudez del caudillo que se niega a escuchar.
“Mis argumentos desgraciadamente no tienen efecto. Usted procede de forma muy diferente a la que yo y a veces en forma totalmente antitética. Usted es invulnerable a mis razones”, le dice en carta fechada en La Habana en enero de 1966. Cooke y su teoría del peronismo La propuesta cookiana define al peronismo negativamente, esto significa que el rastreo del fenómeno peronista es la conciencia de su identidad contradictoria. La lógica dialéctica del pensamiento de Cooke deriva de la tensión del experimento que analiza y es, a su vez, la concepción de la praxis como imperativo absoluto, idea comprensiva de un método
que totaliza el todo concreto que transforma. El peronismo, quiere expresar, es un proceso subjetivo y objetivo que se preserva a sí mismo de diferentes negaciones y negaciones de negaciones; simultáneamente, las negaciones constituyen la afirmación de su porvenir nacional revolucionario.
Veamos, el peronismo es negado por la burocracia, el peronismo niega al sistema, el peronismo se niega a sí mismo. Lo del peronismo negado alude a los recuperados que han bajado la guardia por traición declarada y por la bruma ideológica que los transforma; es el mundillo de los tránsfugas, violados por los espadones, los salvadores de la patria en su momento, después los ocasionales integracionistas.
El régimen ha ensayado y ensaya alternativa y conjuntamente variables represivas: en un momento apela, como en 1956 y 1976, a la eliminación física de los combatientes; en otros, a astucias “salameras” con dirigentes corruptibles, tratando de desorientar a las masas, dejando semioculto para las oportunidades propicias el despotismo esencial que desdibuja el imperio de la ficticia juridicidad burguesa. La oligarquía diluye o recupera, mata o envilece, son sus dos formas operativas.
“El acero y el abrazo asfixiante de la amistad fingida”, dice Cooke, son igualmente expresiones del empavorecimiento del régimen.
La mentalidad burocrática es proclive a ese cariño taimado y se entrega a la complicidad venal que niega al peronismo como sujeto y lo transforma en objeto instrumentado para la contrarrevolución y el engaño.
El equívoco ideológico es el primer signo de esta corruptela, y en esto Cooke es categórico: “Los antisemitas y occidentales que se meten en nuestros actos para lanzar consignas de la edad de piedra, y los dirigentes que suelen repetirlas a su modo, constituyen una negación del peronismo”. El peronismo niega al sistema, es incompatible con las estructuras del régimen. Esta imposibilidad de concordancia proviene del carácter potencialmente revolucionario que el movimiento recrea y de la objetividad que posee como reflejo de los sectores desposeídos luchando por la justicia social en el contorno declinante del capitalismo dependiente.
Las direcciones pactarán, los burócratas van a capitular, pero el movimiento no puede dejar de ser “la expresión de la crisis general del sistema burgués argentino, pues representa las clases sociales cuyas reivindicaciones no pueden lograrse en el marco del institucionalismo actual”. Detrás de las genuflexiones de los dirigentes está la presencia real de las masas, a las que no conforman ni el reformismo ni las renegociaciones de la dependencia con los amos de la vieja república, y los desbordarán. La contradicción, la persistente negación relativa, irrumpe entre la dirección y las bases. 

El peronismo jaquea al régimen, pero no tiene fuerza para suplantarlo; niega y se niega a la vez. La conciencia real del pueblo niega al sistema, es incompatible, pero la conciencia posible, el paso de la rebeldía a la revolución, no adviene y la posibilidad se niega. Se cae en el marasmo y la improvisación, en el nihilismo; entonces el peronismo detenta el poder de negarse para sobrevivir, de negarse para encabezar la revolución. Esta teoría es, sin duda, la más valiente del discurso cookiano. Sin sectarismos, contemplando dialécticamente la suerte revolucionaria del país, la experiencia del peronismo y la conciencia histórica del pueblo, Cooke elabora la tesis de la superación del peronismo.
Para Cooke, la antinomia peronismo antiperonismo es la forma concreta en que se da la lucha de clases en este período de nuestro devenir.
Pero la explicación tenemos que tomarla, como enseña Cooke, dinámicamente. Si el peronismo conquista para sí una conducción revolucionaria, en esa etapa no puede proponerse otra alternativa que la organización de una comunidad no clasista; si no puede lograrlo las masas comenzarán a demostrar en forma cada vez más distintiva las contradicciones entre los intereses vitales del proletariado y el pueblo y una ideología nacional burguesa conciliadora que pretende armonizar contradicciones irreconciliables. No se trata, como suponen los impacientes de la izquierda verbal, de un abandono del peronismo, sino de su negación progresiva. El peronismo, escribe Cooke, “podrá desaparecer cuando deje de expresar reivindicaciones nacionales y populares y otro movimiento lo releve con ventaja, o cuando él mismo evolucione hacia algún tipo nuevo de nucleamiento que lo supere dialécticamente; es decir, sin negarlo, integrándolo. Esta negación superadora implica la puesta al día de metodologías
y consignas”. En junio de 1962, Cooke aseguraba: “Yo creo que el peronismo será el conductor de la liberación argentina, que será
socialista”. Un peronismo socialista que se adjudique el honor de ser negado por los traidores y que niegue al régimen por incompatibilidad objetiva con la barbarie burguesa y que se niegue a sí mismo, cada vez más alto para alterar el sistema, conduciendo el frente nacional antiimperialista con la hegemonía de los hombres del trabajo.

 El pensamiento de John William Cooke enciende y encenderá mayores esperanzas de victoria; los vaivenes y los reflujos pasarán como mutilaciones inevitables; la revolución argentina está madura cuando encuentra en Cooke al militante y al teórico, que ratifica su propia praxis guiando el camino y acompañando la marcha. La experiencia de Cooke resume la experiencia irreversible del pueblo, cada día más libre de mistificaciones reformistas, cada vez más consciente en su propio accionar fortalecido.

 

*Ernesto Goldar: escritor, poeta y ensayista. Ejerció el periodismo y la docencia universitaria, además de coordinar talleres literarios de novela, ensayo y poesía.
Fue socio honorario de la Sociedad Argentina de Escritores (SAE) y de la Sociedad de Escritores y Escritoras de la Argentina (SADE). Se desempeñó en varias oportunidades como asesor literario en producciones cinematográficas y fue jurado del Fondo Nacional de las Artes.
Publicó más de veinte libros. Entre los ensayos, las investigaciones históricas y las crítica literaria, se destacan: El peronismo en la literatura argentina (Freeland, 1971), La mala vida (CELA, 1971), Jauretche (del Noroeste, 1975), Proceso a Roberto Arlt (Plus Ultra, 1985), John William Cooke y el peronismo revolucionario (CEAL, 1985), Los argentinos y la guerra civil española (Contrapunto, 1986) y ¿Qué hacer con Perón muerto? (Utopías del sur, 1990).
Es autor, además, de tres poemarios: Feria en San Telmo (Rayuela, 1977), Instinto de conversación (La esfera, 1980) y En voz desmayada y baja (Vinciguerra, 2009).
Falleció el 18 de julio de 2011.